domingo, 4 de enero de 2015

Abril

En este mes, continuamos la aventura de nuestro personaje y que en este caso la lleva a cabo sólo, llamándola:

La máscara de oro

Aquella sortija con menos peso que cuando me la regalaron, me llevó a pensar sin mucho esfuerzo, de que tanta diligencia para descubrir los tesoros y sólo conformarse con la recompensa, no se correspondía con la alegría que se llevaron. Me temo por tanto, que el invento de purificar los tesoros, en especial el oro, era un timo. Ya que el mercurio en contacto con el oro se amalgama y hace mermar el contenido del metal noble en el objeto sumergido.


De todas maneras, como siempre suelo ir con las antenas extendidas, en una conversación, en una conversación, …. Ya seguiré que no me puedo distraer un momento pues veo que va a zarpar mi barco

Me di prisa en llegar, y para nada, era un movimiento de atraque, pues estaba vacío y ni tan siquiera con tripulación. Así que pregunté cuando zarparía y me dijeron que aún quedaban un par de horas.

Pues como decía, en una conversación entre dos miembros del Palacio de la Edad Media, de mala catadura por cierto, les oí decir que una máscara de oro de aquellas que descubrimos, la entregarían a un comerciante para que la pasaran como objeto de regalo a una tienda en cierto sitio de China, a la que se presentaría un tipo para su compra como si fuera de bisutería, y de esa manera eludir controles y apropiarse de dicha máscara.


Así que atento a lo que decían, pude descubrir la población donde radicaba esa tienda, y a ella voy a ver si soy capaz de llegar antes que el individuo que dijeron aquellos dos.

El viaje duró tres días a través de unos ríos no muy caudalosos, que sin ser muy bonitas las tierras por las que atravesábamos, merecía la pena grabarlas y fotografiar. Pero como se hace cansado cuando tienes poco sitio para moverte, cuando llegamos agradecí el poder bajarme y empezar a correr cuesta arriba a la salida del embarcadero.

Sabía por donde era la comarca, pero la China es enorme y con los pocos datos que tenía, las pasaría canutas para dar con el pueblo. Pero como dicen que preguntando se va a Roma, ¡vamos allá!

Sabía que debería cruzar la famosa Muralla China y que dos vías de ferrocarril se aproximaban a ella, así que no iba mal encaminado.

Otra pista, era que había de rodear una pequeña torre de control en la que había un chino, eso no era una pista pues todo el mundo con que te cruzas es chino, al que le faltaban tres dedos de la mano izquierda y dos de la derecha. Y eso sí era una pista.

Llegué y llamé a la puerta de la torre, de donde salió un hombre enjuto y con una manopla en cada mano. Así que a primera vista no pude saber si le faltaban dedos.

-       Buenos días. – Le dije mientras le daba la mano para estrechársela.
-       Buongiorno – Me respondió en italiano y educadamente me correspondió con la mano derecha extendida. Así que la estreché, ¡y tanto que la estreché!, pues simulando aprecio, la rodeé con la otra mía.

Y que gozo, no tenía todos sus dedos.  Así que iba por el buen camino. Seguidamente le hice otras preguntas, cuyas respuestas me ayudaron bastante, pues me dijo que una tienda de recuerdos, él no la conocía, pero de haberla tendrían que saberlo en el templo de techo naranja que estaba a cinco millas de allí.

Le pregunté que cómo sabía italiano, y me contestó que sus antepasados estuvieron trabajando con Marco Polo, por lo que su tradición familiar les obligaba a conocer el idioma del intrépido comerciante. Agradecí su amabilidad y marché sin pérdida de tiempo hacia ese palacio. Yo no se cuantos palacios hay por el mundo, pero más de lo que pude imaginar.

De todas maneras, no estaba lejos, pero subí una loma y a menos de un kilómetro, vería un precioso edificio con doble tejado y unos dos especies de inciensiarios delante de la puerta principal.

Tratando de encontrar a alguien a quien preguntar, me adentré en el edificio, y qué maravilla, los techos eran puro arte de ensamblado de vigas. Pero aunque me hubiera gustado saborear aquella obra de arquitectura, no me podía permitir perder ni un minuto, así que adentrándome llegué hasta una enorme explanada.

Con cierto miedo por el aspecto que tenía, me dirigí a un militar para preguntarle por aquel establecimiento de objetos de recuerdo.

Sin articular palabra, me señaló con la mano, y hacia allá me dirigí antes de que se atreviera a preguntarme para qué quería saberlo.

Bajé unas escaleras blancas muy pulidas y al pie de las mismas había dos leones en postura desafiante. Evidentemente, no eran animales vivos, sino unas esculturas de piedra blanca también y de un tamaño semejante a lo que podían ser al natural.

Cogí el camino que me señaló el militar, pero estando agotado por tanto esfuerzo y tensión, me tendí bajo los bambús. En dos minutos estaba tan dormido que entré en fase ¿?, no sé en que fase, pero soñé que habría de meterme a través de un agujero que se abría en medio de la calzada y por allí llegaría a la tienda de recuerdos.


Cuando me desperté, lo primero que hice fue buscar el agujero que soñé, y como esperaba, nada de nada. Sí que a cuestas otra vez con mis bártulos y a buscar la dichosa tienda.

¡Albricias!, cien metros más allá a la bajada de una pequeña loma, un bello poblado turístico daba la bienvenida a los visitantes mediante coloridos carteles. Así que ya faltaba menos. Y efectivamente, en medio del pueblo una tienda de recuerdos atraía a los turistas con objetos llamativos en sus ventanales y escaparates.



Entré, supongo con la misma cara que pondría Sherlock Holmes en una de sus exitosas investigaciones, y tratando de averiguar quiénes eran los dependientes y si había algún cliente sabedor del tema, me dirigí como si el tiempo fuera oro, nunca mejor dicho, a ver los objetos de recuerdo.

Me llamó la atención un enorme jarrón chino, pero nada más. ¿Para qué lo querría yo?

Unos gongs en miniatura, muchas figuras representando a mujeres en posición de oración, o quizás diosas de no se cual religión.

Y en medio de la tienda, una colección de máscaras. Así que, ¡hurra!, ya la encontré. Pero ¿cómo sacarla sin despertar sospechas? y ni tan siquiera que recordaran quien la había comprado por si acaso aquel individuo contratado me perseguía para arrebatármela.

Así que las inspeccioné una a una para no llevarme la que no era. Eso no fue difícil, el peso la delataba y rascando con una pequeña navaja la pintura, vi el resplandor del oro.


Ahora se me presentaba, quizás lo más peliagudo, sacarla. Así que se me ocurrió comprar además otro artículo más llamativo y hacer mucho jaleo con él, de manera que no prestaran atención a la máscara y sí al otro objeto de recuerdo.

No fue difícil, pues un enorme tigre parecía que me esperaba. Entonces planificadas las compras, cogí la máscara y con el macuto a la espalda, las máquinas de vídeo y la fotográfica colgadas en bandolera, con la mano libre cogí por la cola al tigre y lo fui arrastrando por toda la tienda.


- ¡Oiga!, que va a destrozar todo. – Me dijo, en chino, una dependienta cuando oyó que tiraba al suelo tres de los gongs haciendo un tremendo ruido.

-       No se preocupe señorita, que no rompa nada. – Le contesté en español a sabiendas de que no me entendería.

Cuando en la caja hube de pagar, me enrollé con el asunto del tigre y a la máscara apenas le presté atención. 


Nada más salir de la tienda, me dirigí a un guardia para preguntarle por dónde habría de ir para llegar lo antes posible al embarcadero fluvial.

Muy amablemente me orientó, y hacia allí me encaminé cargado como un burro con un tigre en los lomos. Aunque podría haber cogido un taxi, si los hubiera. Pero como no los había, al coche de San Fernando, unas veces a pie y otras andando.

Agotado estaba, y apenas podía dar un paso, cuando me di de bruces con una fuente en la que un enorme dragón parecía quería engullirme.

Sacando fuerzas de donde no las había, eché a correr hasta llegar un templo donde podía leerse: Temple Magic Jing-Chou. Entré por una ventana redonda que me pillaba más cerca que la puerta, y me fui directo al altar, o como en su religión le llamaran, para que me libraran de cualquier maleficio que pudiera tener.

-       Ven hijo mío. – Me dijo con voz queda un anciano sacerdote, y continuó diciendo: - ¿De qué tienes miedo?

Le dije que quería que me librara de los males que pudiera llevar conmigo, y como lo más natural de mundo, me hizo tenderme boca abajo y echándome un barreño de agua helada, me dijo: - Ya puedes irte, que con la impresión, los espíritus malévolos han salido pitando.

Aquello me pareció una tomadura de pelo, pero por si acaso, le di cincuenta dólares al sacerdote y salí casi más deprisa que entré.

Y como el tigre me incordiaba a la hora de arrastrar todo el equipaje que llevaba conmigo, procedí a rajarlo y confeccionar una especie de manta. Que al menos me sirviera como abrigo a la hora de dormir por la noches.


Menos mal que ahora todo sería bajar cuestas, por lo que el trayecto me sería soportable, e incluso placentero, a no ser por los miedos de que me alcanzara el dichoso individuo mandado desde el Palacio de la Edad Media que habría de conseguir la máscara de oro.


Ya más sosegado, próximo al embarcadero y con la seguridad de que nadie me veía, metí los dedos por la boca de la máscara y extraje un papel que allí estaba escondido.
Lo desdoblé y leí:

-       Hola Manuel, te agradecemos sinceramente la ayuda que nos prestaste en la búsqueda de los tesoros, y por ello te regalamos esta máscara de oro. Eso sí, con una condición, de que cuando la vendas, y esperamos que consigas un buen precio, lo emplees en ayuda a los demás. – Continua diciendo:
-       No se te ocurra tratar de devolverla al Palacio de la Edad Media, pues ellos no hace buen uso de todos los objetos que rescatamos. Así que, insistimos, consérvala hasta que encuentres el momento de hacer una buena obra. Tus amigos, Federico y Guillermo.

¡Madre mía! Que par de tunantes. Me eché a reír sin poder controlarme y dando gracias a Dios, me puse a bailar alrededor de los bártulos que coloqué en el suelo. Eso sí, procurando que aunque no había nadie, que por si acaso, que no me vieran o me tomaran por un loco.

En media hora, estaba descansando en uno de los bancos del embarcadero esperando que llegase mi chalupa.