En este mes, continuamos
la aventura de nuestro personaje y que en este caso la lleva a cabo sólo,
llamándola:
La
máscara de oro
Aquella sortija con menos
peso que cuando me la regalaron, me llevó a pensar sin mucho esfuerzo, de que
tanta diligencia para descubrir los tesoros y sólo conformarse con la
recompensa, no se correspondía con la alegría que se llevaron. Me temo por
tanto, que el invento de purificar los tesoros, en especial el oro, era un
timo. Ya que el mercurio en contacto con el oro se amalgama y hace mermar el
contenido del metal noble en el objeto sumergido.
De todas maneras, como
siempre suelo ir con las antenas extendidas, en una conversación, en una
conversación, …. Ya seguiré que no me puedo distraer un momento pues veo que va
a zarpar mi barco
Me di prisa en llegar, y para nada, era un movimiento de atraque, pues
estaba vacío y ni tan siquiera con tripulación. Así que pregunté cuando
zarparía y me dijeron que aún quedaban un par de horas.
Pues
como decía, en una conversación entre dos miembros del Palacio de la Edad
Media, de mala catadura por cierto, les oí decir que una máscara de oro de
aquellas que descubrimos, la entregarían a un comerciante para que la pasaran
como objeto de regalo a una tienda en cierto sitio de China, a la que se
presentaría un tipo para su compra como si fuera de bisutería, y de esa manera eludir controles y
apropiarse de dicha máscara.
Así que atento a lo que decían, pude descubrir la población donde radicaba
esa tienda, y a ella voy a ver si soy capaz de llegar antes que el individuo
que dijeron aquellos dos.
El viaje duró tres días a través de unos ríos no muy caudalosos, que sin
ser muy bonitas las tierras por las que atravesábamos, merecía la pena
grabarlas y fotografiar. Pero como se hace cansado cuando tienes poco sitio
para moverte, cuando llegamos agradecí el poder bajarme y empezar a correr
cuesta arriba a la salida del embarcadero.
Sabía por donde era la comarca, pero la China es enorme y con los pocos
datos que tenía, las pasaría canutas para dar con el pueblo. Pero como dicen
que preguntando se va a Roma, ¡vamos allá!
Sabía que debería cruzar la famosa Muralla China y que dos vías de
ferrocarril se aproximaban a ella, así que no iba mal encaminado.
Otra pista, era que había de rodear una pequeña torre de control en la
que había un chino, eso no era una pista pues todo el mundo con que te cruzas
es chino, al que le faltaban tres dedos de la mano izquierda y dos de la
derecha. Y eso sí era una pista.
Llegué y llamé a la puerta de la torre, de donde salió un hombre enjuto
y con una manopla en cada mano. Así que a primera vista no pude saber si le
faltaban dedos.
-
Buenos días. – Le dije mientras le daba la mano
para estrechársela.
-
Buongiorno – Me respondió en italiano y educadamente
me correspondió con la mano derecha extendida. Así que la estreché, ¡y tanto
que la estreché!, pues simulando aprecio, la rodeé con la otra mía.
Y que gozo, no tenía todos sus dedos. Así que iba por el buen camino. Seguidamente
le hice otras preguntas, cuyas respuestas me ayudaron bastante, pues me dijo
que una tienda de recuerdos, él no la conocía, pero de haberla tendrían que
saberlo en el templo de techo naranja que estaba a cinco millas de allí.
Le pregunté que cómo sabía italiano, y me contestó que sus antepasados
estuvieron trabajando con Marco Polo, por lo que su tradición familiar les
obligaba a conocer el idioma del intrépido comerciante. Agradecí su amabilidad
y marché sin pérdida de tiempo hacia ese palacio. Yo no se cuantos palacios hay
por el mundo, pero más de lo que pude imaginar.
De todas maneras, no estaba lejos, pero subí una loma y a menos de un
kilómetro, vería un precioso edificio con doble tejado y unos dos especies de
inciensiarios delante de la puerta principal.
Tratando de encontrar a alguien a quien preguntar, me adentré en el
edificio, y qué maravilla, los techos eran puro arte de ensamblado de vigas.
Pero aunque me hubiera gustado saborear aquella obra de arquitectura, no me
podía permitir perder ni un minuto, así que adentrándome llegué hasta una
enorme explanada.
Con cierto miedo por el aspecto que tenía, me dirigí a un militar para
preguntarle por aquel establecimiento de objetos de recuerdo.
Sin
articular palabra, me señaló con la mano, y hacia allá me dirigí antes de que
se atreviera a preguntarme para qué quería saberlo.
Bajé unas escaleras blancas muy pulidas y al pie de
las mismas había dos leones en postura desafiante. Evidentemente, no eran
animales vivos, sino unas esculturas de piedra blanca también y de un tamaño
semejante a lo que podían ser al natural.
Cogí el camino que me señaló el militar, pero estando agotado por tanto
esfuerzo y tensión, me tendí bajo los bambús. En dos minutos estaba tan dormido
que entré en fase ¿?, no sé en que fase, pero soñé que habría de meterme a
través de un agujero que se abría en medio de la calzada y por allí llegaría a
la tienda de recuerdos.
Cuando me desperté, lo primero que hice fue buscar el agujero que soñé,
y como esperaba, nada de nada. Sí que a cuestas otra vez con mis bártulos y a
buscar la dichosa tienda.
¡Albricias!, cien metros más allá a la bajada de una pequeña loma, un
bello poblado turístico daba la bienvenida a los visitantes mediante coloridos
carteles. Así que ya faltaba menos. Y efectivamente, en medio del pueblo una
tienda de recuerdos atraía a los turistas con objetos llamativos en sus
ventanales y escaparates.
Entré, supongo con la misma cara que pondría Sherlock Holmes en una de
sus exitosas investigaciones, y tratando de averiguar quiénes eran los
dependientes y si había algún cliente sabedor del tema, me dirigí como si el
tiempo fuera oro, nunca mejor dicho, a ver los objetos de recuerdo.
Me llamó la atención un enorme jarrón chino, pero nada más. ¿Para qué lo
querría yo?
Unos gongs en miniatura, muchas figuras representando a mujeres en
posición de oración, o quizás diosas de no se cual religión.
Y en medio de la tienda, una colección de máscaras. Así que, ¡hurra!, ya
la encontré. Pero ¿cómo sacarla sin despertar sospechas? y ni tan siquiera que
recordaran quien la había comprado por si acaso aquel individuo contratado me
perseguía para arrebatármela.
Así que las inspeccioné una a una para no llevarme la que no era. Eso no
fue difícil, el peso la delataba y rascando con una pequeña navaja la pintura,
vi el resplandor del oro.
Ahora se me presentaba, quizás lo más peliagudo, sacarla. Así que se me
ocurrió comprar además otro artículo más llamativo y hacer mucho jaleo con él,
de manera que no prestaran atención a la máscara y sí al otro objeto de
recuerdo.
No fue difícil, pues un enorme tigre parecía que me esperaba. Entonces
planificadas las compras, cogí la máscara y con el macuto a la espalda, las
máquinas de vídeo y la fotográfica colgadas en bandolera, con la mano libre
cogí por la cola al tigre y lo fui arrastrando por toda la tienda.
- ¡Oiga!, que va a destrozar todo. – Me dijo, en chino, una dependienta
cuando oyó que tiraba al suelo tres de los gongs haciendo un tremendo ruido.
-
No se preocupe señorita, que no rompa nada. – Le
contesté en español a sabiendas de que no me entendería.
Cuando en la caja hube de pagar, me enrollé con el asunto del tigre y a
la máscara apenas le presté atención.
Nada más salir de la tienda, me dirigí a un guardia para preguntarle por
dónde habría de ir para llegar lo antes posible al embarcadero fluvial.
Muy amablemente me orientó, y hacia allí me encaminé cargado como un
burro con un tigre en los lomos. Aunque podría haber cogido un taxi, si los
hubiera. Pero como no los había, al coche de San Fernando, unas veces a pie y
otras andando.
Agotado estaba, y apenas podía dar un paso, cuando me di de bruces con
una fuente en la que un enorme dragón parecía quería engullirme.
Sacando fuerzas de donde no las había, eché a correr hasta llegar un
templo donde podía leerse: Temple Magic Jing-Chou. Entré por una ventana
redonda que me pillaba más cerca que la puerta, y me fui directo al altar, o
como en su religión le llamaran, para que me libraran de cualquier maleficio que
pudiera tener.
-
Ven hijo mío. – Me dijo con voz queda un anciano
sacerdote, y continuó diciendo: - ¿De qué tienes miedo?
Le dije que quería que me librara de los males que pudiera llevar
conmigo, y como lo más natural de mundo, me hizo tenderme boca abajo y
echándome un barreño de agua helada, me dijo: - Ya puedes irte, que con la
impresión, los espíritus malévolos han salido pitando.
Aquello me pareció una tomadura de pelo, pero por si acaso, le di
cincuenta dólares al sacerdote y salí casi más deprisa que entré.
Y como el tigre me incordiaba a la hora de arrastrar todo el equipaje
que llevaba conmigo, procedí a rajarlo y confeccionar una especie de manta. Que
al menos me sirviera como abrigo a la hora de dormir por la noches.
Menos mal que ahora todo sería bajar cuestas, por lo que el trayecto me
sería soportable, e incluso placentero, a no ser por los miedos de que me
alcanzara el dichoso individuo mandado desde el Palacio de la Edad Media que
habría de conseguir la máscara de oro.
Ya más sosegado, próximo al embarcadero y con la seguridad de que nadie
me veía, metí los dedos por la boca de la máscara y extraje un papel que allí
estaba escondido.
Lo desdoblé y leí:
-
Hola Manuel, te agradecemos sinceramente la ayuda
que nos prestaste en la búsqueda de los tesoros, y por ello te regalamos esta
máscara de oro. Eso sí, con una condición, de que cuando la vendas, y esperamos
que consigas un buen precio, lo emplees en ayuda a los demás. – Continua diciendo:
-
No se te ocurra tratar de devolverla al Palacio de
la Edad Media, pues ellos no hace buen uso de todos los objetos que rescatamos.
Así que, insistimos, consérvala hasta que encuentres el momento de hacer una
buena obra. Tus amigos, Federico y Guillermo.
¡Madre mía! Que par de tunantes. Me eché a reír sin poder controlarme y
dando gracias a Dios, me puse a bailar alrededor de los bártulos que coloqué en
el suelo. Eso sí, procurando que aunque no había nadie, que por si acaso, que
no me vieran o me tomaran por un loco.
En media hora, estaba descansando en uno de los bancos del embarcadero
esperando que llegase mi chalupa.