En este mes, continuamos
la aventura de nuestro personaje que también continúa sólo. Se adentra en una
isla de la Polinesia, donde le espera unos días, o mejor dicho unos ratos
felices. Y llamaremos a la aventura:
Bailando
en la selva
Aquella
travesía fue muy tranquila, pues el mar estaba en calma y aunque nublado, no
llovió en ningún momento. Así que al cabo de cinco días de navegar por esos
mares de Dios, llegué a la isla en que decidí, quizás precipitadamente, pasar
unos días para conocer las costumbres de aquellos pueblos polinomios.
No tenía ni idea de donde
me encontraba, pero me daba igual, el asunto era conocer mundo y tratar de
salir airoso de los trances que se me pudieran presentar. De todas maneras, no
me vendría mal darle un vistazo al plano que había a la salida del embarcadero
del importante pueblo en el que desembarqué. Si bien después de estar plantado
cinco minutos delante de él, me quedé igual, no sabía qué hacer.
Y que más da. Lo
importante era adentrarse en la selva y conocer las costumbres de los
indígenas, en especial su manera de vivir y tomarse la vida sin tanta prisas como
tenemos por cualquier cosa en nuestro mundo , digamos de progreso.
Mochila a cuestas, cámara
de foto y de vídeo en bandolera, ¡y andando!
Y eso fue lo que hice,
andar y andar por aquellos vericuetos y senderos llenos de maleza a un lado y
otro el río, si bien por suerte había algún que otro letrero indicador del
poblado que en pocos kilómetros podía visitar.
La temperatura no es que fuera
muy alta, pero la humedad hacía que te sintieras sofocado con cualquier
esfuerzo. Y no es que tuviera que hacer muchos, ya que la maleza no invadía las
sendas, ni tampoco había importantes cuestas, pero el agobio de lo desconocido
hacía que el corazón latiera más deprisa de lo habitual.
Aquello era precioso, la
naturaleza se esforzó en embellecer aquella isla, donde tanta abundancia de
agua había y tan cuidados estaban los pasos de los arroyos y torrentes.
Pasado el tiempo, añoré aquellos momentos donde aunque solo, en ningún
momento tuve miedo de encontrarme con algún desaprensivo. Pues aquellos nativos
con los que hablaba eran muy amables.
Una muestra de ello fue cuando les pregunté que en dónde podría ver las
danzas típicas por las que se les conocía en todo el mundo. No se conformaron
con indicarme, sino que prestos decidieron acompañarme para que no me perdiera
dada la multitud de caminos que podría seguir.
Cuando vi que en las barandas de un artesano puente había unos bellos y
artísticos escudos, comprendí que estaba cerca de aquella tribus que me
anticiparon los que hablé una hora antes. Tribu que tenía entre sus costumbres
ancestrales la danza tribal, tan bella y sensual que era la envidia de sus
vecinos y rivales.
Tan pronto me di a conocer
a uno de sus miembros, me dijo que no me fuera lejos, pues precisamente en aquella
mañana habría una representación de sus bailes típicos, tanto para que sus
visitantes pudieran apreciar su arte en las danzas, como para cumplir con la
tradición de recuerdo a los héroes en la lucha contra pueblos invasores
procedentes del mundo occidental hace tres siglos.
Así que anduve entre las
cabañas de aquel precioso y limpio poblado, hasta que me avisaron de que en
quince minutos empezaría el espectáculo.
En la apertura apareció
una preciosa mujer ataviada con una falda verde hasta las rodillas y un
sujetador hecho con medios cocos pintados de negro. En la cabeza llevaba un
gorro rojo que entiendo simulaba un sol. Pero ya no me fijé más en la
vestimenta, pues su belleza y gracia en el baile, me atrajo de manera especial.
Luego apareció un grupo de cinco jóvenes más, muy
bellas también, que ataviadas de amarillo, danzaron al ritmo de unos tambores e
instrumentos de viento hechos a base de cañas de bambú huecas. Muy bien lo hicieron
también
Pero mi pensamiento se iba
hacia la primera que apareció y que por suerte volvió a bailar, y en esa
ocasión otra danza aún más bella y atractiva.
Cuando terminó
el espectáculo, el corazón me latía desenfrenado por la idea que me asaltó de
ir a tratar de ver y charlar con aquella preciosa nativa.
-
Me
ha gustado mucho como has bailado. - Le dije atolondradamente en inglés al
acercarme para felicitarla.
-
Me
alegro mucho, pero te entiendo perfectamente en español. - Me contestó mirando
un pequeño distintivo que asomaba de mi macuto, que como comprendí le dio la
pista para saber que provenía de España.
-
¡Qué
bien! Y ¿cómo es eso?
-
Es
que fui a estudiar a un colegio religioso de aquí, donde los profesores y
administradores provenían de su nación.
Me pareció que
se me abrió el cielo. Pues aquello fue más que motivo para ofrecerle la
oportunidad de perfeccionar el idioma y que conociera las costumbres de mi
nación, además de enseñarme las suyas para que las pudiera divulgar cuando regresara
a mi tierra.
Así que nos
sentamos a las orillas de un arroyo que con poca agua corría a las afueras del
poblado, donde por cierto la habían acondicionado como si de una playa se
tratara.
Seguimos allí
hablando, y hablando hasta que el sol empezaba a ocultarse, de manera que la
chica me invitó a que me alojara en una casa deshabitada junto a la suya y así
poder seguir hablando al día siguiente.
Tan pronto
amaneció, abrí los ojos, pero no porque me despertara entonces, ya que estuve
mucho tiempo sin dormir pensando en mi esporádica vecina, sino porque oí unos
suaves pasos de pies descalzos entrando en mi cabaña a la vez que una voz
femenina susurraba mi nombre.
-
Manolo,
anda levántate que quiero enseñarte una parte que pocos conocen de nuestra isla.
– Me dijo casi al oído a la vez que me tiraba de un brazo.
-
¡Voy,
voy! - Le respondí con el corazón en la boca por lo rápido que latía
Me levanté y
sin tener que ponerme otra cosa que los pantalones y una camisa, salí de la
mano de ella.
-
Espera
que me lave al menos
-
No
hace falta, ya te lavarás y bien lavado a donde vamos
Bajamos unas
escaleras y allí estaba una canoa doble como esperando a que nos subiéramos y
nos perdiéramos río arriba.
No tuvimos que
remar mucho, ya que a cuatrocientos metros, metro más o menos, vimos una
pequeña cascada. Lugar precisamente a donde quería llevarme mi adorable
bailarina.
Allí pasamos
todo el día, hablando, bañándonos, bailando ella y gozando yo de su compañía,
hasta tal extremo, que mientras lavaba unas frutas que ya estaban en la canoa,
y estando tras ella, la cogí por los hombros cariñosamente. Ella se dio la
vuelta y me beso en los labios.
Ya era la tarde
bien avanzada, cuando decidimos regresar al poblado, así que nos dirigimos de
nuevo a la canoa, pero esta vez cogidos de la mano y mirándonos a los ojos como
dos perdidamente enamorados.
-
¡Ay,
mi padre me mata! – Dijo mi bailarina en voz alta, casi gritando. Y continuó
diciendo.
-
Tenía
que haber estado allí hace más de dos horas pues el espectáculo de danza
también se celebraba hoy. ¡Por favor, corre!
Cuando
llegamos, su padre, que la vio llegar desde lejos, salió de la especie de
teatro de danza con un garrote en una mano y un cuchillo en la otra, gritando
en inglés:
-
¡Te
mato, te mato, sinvergüenza! ¿Qué hacías con mi hija? Tu no sales vivo de aquí
…
Como una
pantera, mi amiga se abalanzó sobre su padre para calmarlo y también hicieron
lo mismo sus compañeras, aquellas bailarinas vestidas de amarillo.
Viendo que el
padre no estaba solo, pues su familiares y amigos masculinos también salieron
en su ayuda, decidí en milésimas de segundo salir corriendo hacia la cabaña
donde dormí, coger mi macuto y máquinas y salir por piernas de aquel bonito
poblado, pero peligroso para mí en aquellas circunstancias.
Antes de contar
hasta veinte, me encontraba al otro lado del puente y de allí oculto de la
vista de mi perseguidores.
Esta
vez no podía permitirme ir andando hasta el pueblo del cual provenía, de aquel
en el que desembarqué, así que cogí una canoa muy ligera que a la sombra estaba
y remando río abajo salí disparado
De todas
maneras no las llevaba todas conmigo, pues expertos en la selva, mis
perseguidores sabrían encontrarme por mucho que me propusiera engañarles, así
que estrujándome el coco una vez más, se me ocurrió dejar la canoa esconderme
en una cabaña que había junto a un
pequeño anfiteatro de representaciones típicas.
Allí
estuve oculto hasta que se hizo de noche y como pude y con la ayuda de la luna
llena, cogí el sendero que paralelo al río me llevaría al pueblo.
Una vez allí,
me compré un sobrero de amplia ala y unas gafas de sol, me disfracé como pude y
me dirigí al la estación de autobuses. Allí cogería el primer autocar que me
llevara al aeropuerto y ¡a volar a Norteamérica!