Entremos por esta puerta misteriosa a ver qué nos encontramos.
Si se ha atrevido a cruzar esta puerta, vivirá doce aventuras, doce como los meses del año.
En el mes primero de año nos vamos a ir de viaje. Veamos la aventura que se titula:
En el mes primero de año nos vamos a ir de viaje. Veamos la aventura que se titula:
Los miedos ante un viaje a lo desconocido
Estaba tan cargado con mi mochila bien repleta de víveres y algo de ropa
de abrigo, que cuando llegué a la estación, lo primero que hice fue soltarla
sobre el andén como si en ello me fuera la vida. Y es que andar 30 kilómetros
hasta llegar a la estación, revienta a cualquiera; aunque según me contaba mi
padre, cuando hizo la “mili”, en las maniobras iban cargados con el macuto toda
una noche y no les pasaba por la imaginación quejarse. Así que no seré quejica,
y trataré de emular a quienes soportaron esfuerzos estoicamente.
Así que me senté en uno de los barriles que habían en el andén del
apeadero de manera que con solo levantar la cabeza vería aproximarse el tren
que me llevaría a través de la selva a un destino aún por conocer.
Y es que me propuse hacer
un viaje sin límite de tiempo y sin una ruta predeterminada. Quería saber cómo
me desenvolvería en circunstancias difíciles en las que mis dotes de
improvisación me ayudaran a superar las calamidades que se me avecinaban y, a
valerme por mí mismo sin la ayuda de los demás.
Los consejos de mi madre,
no cayeron en saco roto, pues me decía, - Hijo aprende a luchar tú solo sin la
ayuda de los demás, pues te encontrarás en el transcurso de la vida, con muchas
personas ambiciosas y sin piedad, que para saciar sus ambiciones, les importará
poco hundir a quienes les hagan sombra o entorpezcan sus planes egoístas.
Estaba recordando aquella
recomendación mientras miraba al frente, donde unos vagones esperaban que su
máquina les enganchara y los arrastra por los carriles de hierro más degastados
por el calor, el viento y la lluvia, que por los pocos trenes que por allí
circulaban.
Me encontraba tan a gusto,
que si no llega a ser por el pitido de la locomotora, tengo el tren delante de
mis narices y no me entero.
Aquellas máquina,
maravillosamente bien conservada, hizo su aparición, yo diría casi sonriendo,
un poco burlona mostrándose orgullosa de ser pequeña, pero lo suficientemente
valiente para atravesar aquellas tierras indómitas donde una avería podría
suponerle el pasar horas y hasta días esperando que llegasen los mecánicos con
las piezas de repuesto necesarias para solucionar su dolencia.
Sabiendo que disponía de
tiempo suficiente, ya que según me dijo el jefe de estación, repostaría agua, quise
saborear el momento y escudriñe desde la chimenea hasta el trinquete que
enganchaba el negro vagón siguiente, que repleto de carbón abastecería la
caldera de vapor .
A pesar de observar el
caballo de hierro, como dirían los indios en su salvaje oeste, tuve la
precaución de ver quienes serían mis compañeros de viaje, no los que llegaban
en el tren como es natural, sino los que como yo esperaban en la estación. Que
por cierto, un par de tipos me produjeron cierto desasosiego.
No íbamos muchos, yo diría
que los asientos de las dos terceras partes de el tren estaban vacíos. Y como
si desconfiaran unos de otros, todo el mundo procuró sentarse lo más aislado
posible. Aquello se parecía como un huevo a una castaña a los viajes que solía
hacer por mi bendita Andalucía. Donde daba gusto conversar con quien la suerte
había sentado a tu lado, ya fuese hombre o mujer, joven o viejo.
En fin, de nada vale hacer
comparaciones, lo que importa es el ahora, y ahora mismo, la revisora estaba
haciendo un saludo de despedida a su amigo el ayudante del jefe de estación, y
es que aquel apeadero tan solo tenía en su plantilla a dos personas, el jefe y
su ayudante. Ambos tenían que hacer de todo, y agradecidos, porque como fueran
peor las cosas, hasta podrían cerrar la estación.
Pero no miraré hacia
atrás, y viviré el presente que es de lo que se trata, así que observaré y
participaré en lo que sucede en mi alrededor que merece la pena verlo y
vivirlo.
El sol entraba de lleno en
casi la totalidad de los asientos del tren, por lo que era casi imposible
refugiarse de los rayos del “Lorenzo”. Así que haciendo de tripas corazón,
procuré no pensar en el calor que hacía y de esa manera conseguía padecer
menos. Yo diría que casi me olvidé, pues con mi máquina de fotos en la mano, y
la mirada en los esplendidos paisajes que veía, no tenía tiempo de pensar.
En
el primer día de viaje, ya consumí más de la mitad de la tarjeta con la que
cargué la cámara, y es que la suerte de ir tan despacio el tren, favorecía el
poder hacer buenas fotos. E incluso las que
hacía con el sol en contra merecían la pena.
Miento, no dedicaba todo
mi tiempo en mirar al exterior, más tiempo del que me hubiera gustado, miraba a
aquellos dos individuos que subieron conmigo en la estación. No me gustaban ni
un pelo. Así que puse la mochila cerca de mí y colocada de manera que me fuera
fácil echarle un ojo.
Pero aquello era demasiado
bonito como para no verlo, el tren pasando por encima de un puente que salvaba
un pequeño río infectado de cocodrilos y otros animales no menos peligrosos en
sus orillas.
Sin embargo, poco pude ver
de aquel peligroso río, pues en menos de un segundo los dos sujetos se
abalanzaron sobre mi mochila y pasándosela de uno a otro lograron lanzarla al
exterior del vagón a unos individuos que montados en una moto, la esperaban en
una senda junto al río.
Por
mucho que traté de impedirlo, sólo conseguí rescatar el colchón de esponja
enrollado que estaba sujeto con cintas a la mochila, pero la mochila salió
disparada del vagón. Al igual que los dos elementos; sin embargo, uno de ellos
no tuvo suerte. Al forcejear conmigo, aunque escapó, le hice perder unos
segundos, los suficientes para que cuando saltó no cayera en el sitio previsto,
sino unos metros más allá, precisamente donde dormitaban unos cocodrilos
De todas maneras, nada
pude hacer. Perdí la mochila y san se acabó. Menos mal que tuve la precaución
de llevar colgado el tomavistas y por supuesto en la mano la máquina
fotográfica. Y eso sí, el dinero y tarjetas en la riñonera.
A partir de entonces, me hizo
aún más difícil la aventura, pues en la primera ocasión habría de proveerme de
un mínimo de ropa y útiles de aseo. Amén de una manta con la que taparme si
quería no quedarme tieso mientras dormía.
Diez horas más de tren, y
llegaría a mi primera etapa de odisea. Allí trataría de averiguar la ruta más
apropiada para adentrarme en las escarpadas y duras montañas del Himalaya.
Eso sí, con más prevención
para evitar que me volvieran a desvalijar y cuidando de no perder lo que tenía
más valor para mí, la máquinas de fotos y de vídeo. Claro que antes trataría de
enviarme a mi correo el material que hasta la fecha había capturado de la
naturaleza espléndida y maravillosa que tuve la suerte de ver.
Me bajé del tren, más
ligero de equipaje de lo que podía pensar e, impaciente por ver a donde me
adentraría en un par de días, subí una pequeña colina y siguiendo con la vista
la vía del tren, pude divisar el principio de la famosa Muralla China.
Pensaba en las
recomendaciones que me dieron mis padres, y lamentablemente, aunque me lo olía,
no pude evitar que me desvalijaran unos ladrones. Ya recapacitaré y trataré de
averiguar cual fue mi fallo para no volver a tropezar dos veces en la misma
piedra.