En este mes, la aventura
de nuestro personaje continua, pero esta vez se arriesga a ir sólo. Llamemos a
este relato:
El
colmillo de marfil
Aquella chalupa no tardó
en llegar y pronto me encontraba descansando del ajetreo en un cómodo banco
pegado a estribor.
Aquel río, no muy
caudaloso, se adentraba en la selva cada vez más espesa aguas abajo. Que aunque
con muchas curvas, la velocidad que le imprimía a la embarcación su pequeño
motor hacía que en menos de dos días llegase a mi destino, una pequeña
población a la orillas del río, donde la mayoría de sus pobladores vivían de la
pesca.
Me dejaron en el embarcadero junto con tres pasajeros más, y cargado de
nuevo con mis bártulos, traté de llegar al centro urbano del pueblo, mejor
dicho de la aldea, pues no tenía más de doscientos habitantes.
Así que siguiendo las instrucciones según me indicaron, crucé el río a través
de una artesana pasarela que estaba hecha con troncos de árboles milenarios atados
unos a otros mediante resistentes cuerdas.
Mi intención no era otra que la de encontrar una estafeta de correos
para enviar la máscara, las fotos y las películas que había filmado hasta la
fecha. Pues aunque entrañaba el riesgo de me las perdieran en el transporte,
peor sería llevarlas conmigo y que me las robasen.
Así que como si de poco valor se tratase, para no levantar sospechas, me
llegué a una caseta donde además de certificar paquetes, vendían artículos
regalo, golosinas y no se cuantas bagatelas más que a los turistas les agrada
encontrar en sus viajes.
Después de haber enviado a nombre de mis padres aquel pequeño pero
valioso paquete, respiré profundamente y me dispuse a seguir mi aventura por
aquellas tierra camboyanas. Así que después de contemplar una bella escultura
con busto de mujeres mirando a los cuatro puntos cardinales, me dirigí a la
embarcación para retomar mi ruta por aquellos ríos.
Estaba muy cerca y en cinco minutos entraba por una especie de túnel
donde allí atracaban las pequeñas embarcaciones. Pero no era mi intención el
subirme a una de ellas, sino la de alquilar una canoa individual y adentrarme
en la selva para conocer los riesgos que ella entrañaba, y sobretodo para ver
de cerca elefantes.
Y pensado y hecho, en media hora estaba sentado en una motora a gasoil
con mi macuto frente a mí y las maquinas en bandolera como siempre.
Aquello era una maravilla, una enorme variedad de centenarios y
frondosos árboles, raíces que parecían crecían de arriba hacia abajo, pájaros
desconocidos para mí, y como no, elefantes, muchos elefantes que se aproximaban
a la orilla del río para beber.
Quise saborear mejor lo que tenía delante de mis ojos, así que atraqué
en una pequeña playa, o al menos eso me parecía, y me acerqué para descansar en
una pequeña cabaña deshabitada desde donde se veía mi canoa.
Me entró apetito, vamos hambre. Y viendo que detrás de la cabaña había
una mesa de piedra, busqué unos troncos secos y haciendo una pequeña hoguera
conseguí prepararme una comida caliente a base de pescado asado en los
rescoldos.
Una vez que descansé y repuse fuerzas comiendo, reanudé mi marcha a
través del río y llegué a un poblado a las orillas, mejor dicho dentro del
cauce, pues las mayorías de las viviendas estaban emplazadas sobre pilotes
hincados en el agua.
Al primer nativo que vi le pregunté por donde debería ir para adentrarme
en la zona donde habitaban los magníficos y enorme elefantes que daban fama a
aquella zona de su nación.
Como no entendía mi idioma ni el inglés y ni francés, llamó a una hija
suya que amablemente me atendió. Ella me dijo que continuara río arriba y unos
dos kilómetros más allá, dejase la canoa y me adentrara por unos senderos
subiendo una pequeña loma.
Mientras que hablaba con la chica, observé que alguien de la casa de
enfrente, me hacía unas fotos y se ocultaba detrás de unos bultos que estaban
delante de la vivienda.
Después de agradecer su amabilidad, me despedí y arranqué de nuevo el
motorcillo de la canoa para encaminarme a donde me dijo aquella bella chica.
Efectivamente, a unos dos kilómetros vi una especie de rudimentario
desembarcadero y allí dejé la canoa amarrada con la cadena que quien me la
alquiló me la dejó también y la cubrí con unas ramas para evitar en lo posible
que se viera. Cargado como siempre con mis bártulos, me adentré no mucho, pues
unos preciosos elefante con paso cansino ambulaban, quizás acercándose al río
después de haber comido de aquellos sabrosos árboles.
A esto que oigo unos sórdidos disparos de rifles y una estampida de
aquellos espectaculares paquidermos. Sin embargo, ni me dio tiempo de
reaccionar, pues tres individuos armados hasta los dientes y con sombreros de
fieltro, me sujetaron por los brazos a la vez que me taparon la boca.
-
¡Oye, estúpido! – Me dijo el más bajito de ellos
-
Como se te ocurra delatarnos, la selva y la
urbanización se acabará para ti. O lo que es lo mismo, que te pegamos un par de
tiros que te dejamos frito. – Acabó la frase soplando la boca del rifle que
llevaba en la manos.
-
¡Um, um! – Es lo único que pude decir porque tenía
la boca tapada con la mano de otro compinche.
-
Mira, yo no se si perteneces al gobierno, eres un
mandado de ellos o quién eres, pero por si acaso, te vamos a encerrar en un
zulo a la orilla del río, antes empleado como vestuario de la nobleza de estas
tierras, y ya te sacaremos cuando terminemos nuestra caza.
Y dicho y hecho. Me llevaron unos cientos de metros más abajo, abrieron
mi macuto y sacaron de allí los calcetines que me había quitado con intención
de lavarlos cuando descansé en la cabaña. Seguidamente, extrajeron de la
mochila de uno de ellos una cinta aislante y después de meterme uno de los dos
calcetines en la boca, los aseguraron con la cinta para que no lo expulsara y
pudiera hablar.
Metieron mis cosas en una caseta, a mí en la otra, y después de cerrar
ambas con llave, se marcharon.
No tardé en darme cuanta de que se trataba de cazadores furtivos de
elefantes, a los que les quitarían los colmillos de marfil y dejarían tirados a
los elefantes muertos sin el más miramiento.
Pudiera ser que fuese verdad que al terminar sus fechorías viniesen a
soltarme, pero no podía estar seguro pues vi quienes eran y corrían el riesgo
de que les denunciaran. Así que cabía la posibilidad de que me quitasen del
medio con un par de balas de las que le hubiesen sobrado.
Por consiguiente, no podía perder tiempo y traté de escapar de allí.
Pero, ¿cómo hacerlo?
Atadas las muñecas atrás con unas cuerdas, me era imposible quitarme la
mordaza y pedir socorro, aunque era igual pues nadie me oiría. Así que busqué
una arista con la que rozar la dichosa atadura y la encontré. Todo era cuestión
de paciencia y de eso tenía.
Sobre el borde de un banco de piedra, que había para sentarse mientras
se cambiaban de ropa aquellos antiguos privilegiados, me roce y pronto se
rompió la cuerda. Ya con las manos libres, me saqué el pestoso calcetín de la
boca y con una navaja multiusos que llevaba en un bolsillo disimulado de la
cazadora, me dispuse a abrir la puerta.
Tardé poco en conseguirlo pues no se trataba de un zulo ni nada por el
estilo, así que forcé la otra caseta, saqué mis bártulos y corrí hacia el río
en busca de mi canoa.
Hombre precavido vale por dos. Y así fue, allí estaba la motora a la que
me subí y navegando a río abajo, me llegué al poblado donde pocas horas estuve
preguntando.
Pero esta vez, no me atreví a decir ni pío, vaya que con quien hablara
estuviera compinchado con los cazadores furtivos. Por lo que pasé de largo, eso
si, haciendo unas fotos y filmando pues aquello era digno de recordar.
Mi tarea no era otra que la de recorrer el mismo camino que llevé en
busca de los elefantes, pero en sentido contrario. Y lo conseguí, pues en nada
divisé la pasarela del río que me llevaría al embarcadero principal.
Ya próximo a donde cogería el barco que me llevaría a la Polinesia, me
di de bruces con un precioso mural donde bellas mujeres estaban en posturas
religiosas y de ofrenda a dioses paganos. O quizás no sea así, pero a mi me lo
pareció.
No quería perder más tiempo, así que entré en el puerto fluvial y
acostumbrado como ya estaba, me dirigí a la zona de despacho de billetes y, ¡hasta
siempre!